Homenaje a Rodrigo Saldarriaga: mierda, mucha mierda

Rodrigo Saldarriaga era un contador de historias, así lo expresa en su último libro y en la dedicatoria a su nieto: para Pedro, que le gustan las anécdotas; en su admiración por el premio Nobel de literatura chino Mo Yan, otro contador de historias y en su vida, dedicada, día y noche, al teatro. En homenaje contaré unas historias junto a él.

Fui el Gerente de su segunda campaña a la Gobernación de Antioquia. Me pidió que trabajará a su lado, entre cervezas y cigarrillos, placer que compartíamos.

– Esta es una campaña ejecutiva, rápida, sin gran presupuesto – dijo y tomó el segundo sorbo de una Águila caliente, que era como le gustaban las cervezas.

– Pero de eso no tengo ni idea Rodrigo– dije incrédulo.

– Precisamente por eso lo elegí.

Trabajé tres meses, casi cuatro, al frente suyo. Me sentaba en la parte posterior de un mesón grande de su oficina y desde ahí lo veía leer, con absoluta concentración, las obras de Brecht, Shakespeare y artículos de Francisco Mosquera. Un hermoso Chaplin colgante nos miraba desde el techo. Recuerdo que había libros de literatura, teatro y casi nunca de política. Detrás, una ventana deslizaba la luz que iluminaba su cabellera rubia e impedía verle la cara; solo se asomaba el humo del cigarrillo y un cenicero azul y triangular. Me parecía, aunque nunca se lo dije, la imagen de un hombre elegido y diferente. A él, estoy seguro, por su profunda educación materialista y dialéctica, le hubiera parecido una pendejada.

El primer debate a la Gobernación trataba del turismo en Antioquia. Estaba, como es obvio, fletado por patrocinadores. No quería ir. Después de una larga reflexión lo decidió: si los medios nos quieren abrir un espacio, que casi nunca lo hacen, pues por esa grieta yo denuncio. Y fuimos, con los escoltas, que comían, bebían y sufrían como cualquier militante del Polo. En el hall de un famoso hotel de Medellín, los contrincantes se maquillaban y preparaban con sus asesores las cifras y las frases, casi todas predeterminadas, que dirían ante la televisión. Nosotros, en cambio, tomábamos y fumábamos, nos reíamos de la parafernalia y debatíamos, de verdad, los problemas de una Antioquia fuerte y profunda, pero sumida en la pobreza e inequidad. Siempre, cinco minutos antes de entrar al aire, una mujer se acercaba y le decía: ¿Don Rodrigo maquillaje? Y contestaba: no, sólo me maquillo para el teatro.

Así fueron todos los debates, incluso en los últimos tres en los que participó, por fin, Sergio Fajardo. Nos reíamos antes y después lo soltábamos al ruedo a destrozar las tesis, todas parecidas, de los aspirantes a la gobernación. En cada una de las respuestas, que después colgué en la web, sentía que teníamos, a pesar de la desventaja en recursos y medios, el mejor de los candidatos.    

Se burlaba porque los gerentes de campaña de Vásquez, Montoya y Fajardo llegaban en camionetas escoltadas a las reuniones y yo, en cambio, esperaba el bus que pasará por el medio de comunicación y después caminaba varias cuadras para que no me vieran montarme en el bus de ida al Pequeño Teatro, su gran proyecto de vida. Pero no se burlaba de mí, se burlaba de los adornos, pose e indigestión de hacer política con las uñas, literalmente, frente a unos buitres financiados ingentemente por sus patrones. Rodrigo era un ejemplo de austeridad y vida sencilla. Demostró con su existencia que vale la pena nadar contra la corriente, renegar de un apellido de abolengo en Antioquia y ver como su legado se estampa en la cultura de nuestro país como un tatuaje.

Rodrigo se burló de los candidatos a la Gobernación. En el debate final les dijo, regalándoles el Príncipe del escritor fránces Antoine de Saint-Exupéry, no les traje el Príncipe de Maquiavelo que es lo que son, regañó a un periodista cuando le preguntó quién sería su primera dama: ¿Primera dama? Esto no es una monarquía y expresó, en muchas ocasiones, lo que era políticamente incorrecto. Ante la curia de Antioquia y toda la Universidad Pontificia Bolivariana, sentenció: estoy de acuerdo con el aborto y, no me lo han preguntado, pero también con la eutanasia. El auditorio, repleto de curas, laicos y creyentes, enmudeció.    

En los casi cuatro meses de trabajo, viví a su ritmo de vida y no aguanté. Me dormía el mismo día que me levantaba y fumaba y bebía hasta la madrugada menos los domingos. El día de las votaciones en las que el Polo logró un Diputado y Rodrigo 40 mil votos contra los casi un millón de Sergio Fajardo, leyó un comunicado entre lágrimas dónde agradecía el apoyo del partido, y decía: al pueblo lo han hecho volver a equivocar. Eligieron un candidato que nunca demostró una sola idea democrática. Tres años de la gobernación de «la más educada» le dieron la razón.

Ese día tomé vino y él, leal y orgulloso, cerveza al clima. Contó, como siempre lo hacía, una historia: cuando no existían los carros, las personas llegaban a la función en caballos que defecaban en las afueras del teatro. Si había mucha mierda la obra había sido un éxito, lo que se transformó en cábala entre los actores. En vez de desearse suerte o éxitos, se desean mierda. Creo que la historia es cierta, pero no lo aseguró. Yo escuchaba atento. Fue la última vez que tomamos juntos.  

Rodrigo vivió con intensidad haciendo suya la máxima de Moliere: la vida es corta para los vinos baratos. Hacía lo que decía y decía lo que pensaba. Era un hombre valiente y dormirá el largo sueño honesto de los hombres coherentes, que son pocos.

Rodrigo: mierda, mucha mierda. 

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